Los frailes franciscanos conventuales de todo el mundo se han reunido en Italia el mes pasado para elegir nuevos líderes, compartir ideas y experiencias, y planificar para el futuro. El 202º Capítulo General concluyó con una audiencia papal en el Vaticano.
El Papa Francisco señaló que le llamó la atención el consejo que San Francisco dio a sus hermanos: “Predicad el Evangelio, si es necesario también con palabras:” es una forma de vivir.
“Evangelio es para vosotros, queridos hermanos, 'regla y vida' y vuestra misión no es otra que la de ser Evangelio vivo…” El Papa continuó su mensaje centrándose en la fraternidad, la minoridad y la paz.
El siguiente es el discurso del Santo Padre:
¡Queridos hermanos!
Os doy una calurosa bienvenida a vosotros, miembros del Capítulo General de vuestra Orden. Agradezco al nuevo Ministro general, fr. Carlos Trovarelli. Lo felicito a él ya los Definidores generales por la confianza que sus hermanos han depositado en ellos.
Recientemente la Santa Sede aprobó vuestras Constituciones, renovadas en el Capítulo General Extraordinario celebrado el pasado verano. Para incorporar esta revisión, habéis discutido y aprobado los nuevos Estatutos Generales, que tocan elementos esenciales de vuestra vida fraterna y misionera, como la formación, la interculturalidad, el compartir y la transparencia en la gestión económica. ¡Este trabajo es agotador, pero el esfuerzo está bien invertido! En efecto, las Constituciones son el instrumento necesario para salvaguardar el patrimonio carismático de un Instituto y asegurar su futura transmisión. Expresan el camino concreto de seguimiento de Cristo propuesto por el Evangelio, regla absoluta de vida para todas las personas consagradas y en particular para los seguidores de San Francisco de Asís, quienes, en su profesión, se comprometen a vivir “según la forma del santo Evangelio» (cf. San Francisco, Testamento, 14). Me llama la atención el consejo que Francisco dio a los hermanos: “Predicad el Evangelio, si es necesario también con palabras”: es una forma de vivir. Si toda vida consagrada “surge de la escucha de la Palabra de Dios y de la acogida del Evangelio como norma de vida” (Sínodo de los Obispos sobre la Palabra de Dios, Proposición24), la vida franciscana en todas sus manifestaciones surge de la escucha del santo Evangelio, como nos muestra el Poverello en la Porciúncula cuando, tras escuchar el relato de lo siguiente, exclama: “Esto quiero, esto pido, este anhelo que hacer con todo mi corazón!” (Tomás de Celano, Vita prima, IX, 22).
El Evangelio es para vosotros, queridos hermanos, “regla y vida” (San Francisco, Regla Bullata, I, 1) y vuestra misión no es otra que la de ser Evangelio vivo, «exégesis viva de la Palabra de Dios» como Benedicto XVI dicho (Exhortación Apostólica Post-Sinodal Verbum Domini, 83). El Evangelio debe ser su manual. Escúchalo siempre con atención; reza con él; y siguiendo el ejemplo de María, “Virgen hecha Iglesia” (ver San Francisco, Saludo a la Santísima Virgen María, 1), meditad asiduamente, para que, asimilándolo, podáis conformar vuestra vida a la vida de Cristo.
Esta forma de seguir se caracteriza, en primer lugar, por fraternidad, que Francisco consideró un don: “El Señor me ha dado hermanos” (Testamento, 14). La fraternidad es un don que hay que recibir con gratitud. Es una realidad que está siempre “en movimiento”, en construcción, y por eso pide la contribución de todos, sin que nadie se excluya ni sea excluido; en el que no hay “consumidores” sino sólo constructores (ver Constitución General OFMConv, 55, 5). Una realidad en la que podamos vivir caminos de aprendizaje continuo, de apertura al otro, de intercambio mutuo; una realidad acogedora, dispuesta y dispuesta a acompañar; una realidad en la que es posible hacer una pausa en la cotidianidad, cultivar el silencio y la mirada contemplativa y así reconocer en ella la huella de Dios; una realidad en la que todos os consideráis hermanos, tanto ministros como demás miembros de la fraternidad; una experiencia en la que cada uno está llamado a amar y cuidar a su hermano, como una madre ama y cría a su propio hijo (cf. San Francisco, Regula no Bullata, IX, 11). Os exhorto a alimentar vuestra fraternidad con el espíritu de santa oración y devoción “a la que deben servir todas las demás cosas temporales” (Id., Regla Bullata, V, 2). De este modo, vuestra vida fraterna en comunidad se convierte en forma de profecía en la Iglesia y en el mundo; y se convierte en escuela de comunión, a ejercitar siempre, siguiendo el ejemplo de Francisco, en una relación de amor y obediencia con los pastores.
Otra característica de su forma de vida es minoría. Me gusta mucho esto: pensar en ti minoría. Esta es una elección difícil porque se opone a la lógica del mundo, que busca el éxito a toda costa, quiere ocupar los primeros lugares, ser considerados señores. Francisco os pide que seáis menores, siguiendo el ejemplo de Jesús que no vino para ser servido sino para servir (cf. Monte 20, 27-28) y Quien nos dice: “El que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero será siervo de todos” (mk 10: 43-44). Que esta sea vuestra única ambición: ser siervos, serviros unos a otros. Habiendo vivido así, vuestra existencia será una profecía en este mundo donde la ambición de poder es una gran tentación.
Predicas la paz. El saludo franciscano que os distingue es “¡Paz y bien a vosotros!”, “Shalom nosotros tob”, en hebreo, que podemos traducir bien como reconciliación: reconciliación consigo mismo, con Dios, con los demás y con todas las criaturas, es decir, vivir en armonía: paz que te trae armonía. Es una reconciliación que toma la forma de círculos concéntricos, comenzando desde el corazón y extendiéndose al universo, pero en realidad comienza desde el corazón de Dios, desde el corazón de Cristo. La reconciliación es el preludio de la paz que Jesús nos ha dejado (cf. jn 14: 27). Una paz que no es ausencia de problemas, sino que viene con la presencia de Dios dentro de nosotros y que se manifiesta en todo lo que somos, hacemos y decimos. Sed mensajeros de paz, primero con la vida y luego con la palabra. Que seáis instrumentos de perdón y misericordia en todo momento. Vuestras comunidades son lugares donde se vive la misericordia, como os pide San Francisco en la Carta a un Ministro: Quiero saber así si amáis al Señor y a mí, su siervo y vuestro: que no hay hermano en el mundo que ha pecado, por mucho que haya podido pecar, que, después de haberte mirado a los ojos, se marcharía jamás sin tu misericordia, si está buscando misericordia. Y si no estuviera buscando misericordia, le preguntarías si quiere misericordia. Y si mil veces pecare delante de vuestros ojos, ámalo más que a mí para que lo acerques al Señor; y sed siempre misericordiosos con hermanos como estos” (9-11). No hay paz sin reconciliación, sin perdón, sin misericordia. Sólo quien tiene un corazón reconciliado puede ser “ministro” de misericordia, constructor de paz.
Por todo ello, una adecuada formación es necesario. Un camino formativo que favorezca en los hermanos la más plena conformación a Cristo. Una formación integral, que involucra todas las dimensiones de la persona. Una formación personalizada y permanente, en cuanto es un itinerario que dura toda la vida. Una formación del corazón, que cambia nuestra forma de pensar, sentir y comportarnos. Una formación en la fidelidad, conscientes de que hoy vivimos en la cultura de lo temporal, que el “para siempre” es muy difícil y las opciones definitivas no están de moda. En este contexto, se necesitan formadores sólidos, expertos en la escucha y en los caminos que conducen a Dios, capaces de acompañar a los demás en este camino (cf. San Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Vita consecrata, 65-66); formadores que conocen el arte del discernimiento y del acompañamiento. Sólo así podremos contener, al menos en parte, la hemorragia del abandono que aqueja a la vida sacerdotal y consagrada.
Queridos hermanos, os imparto de corazón mi Bendición Apostólica a vosotros ya todas las Comunidades de vuestra Orden. Rezo por ti. Y también me consuela que el Ministro General haya dicho que oraréis por mí. ¡Gracias!