
El año 2026 marca ochocientos años del Tránsito: el paso de San Francisco de Asís de este mundo a la vida eterna. Recordar su muerte es recordar cómo vivió: profundamente arraigado en la Palabra de Dios. Francisco no solo predicó el Evangelio; lo retomó repetidamente, dejando que moldeara cada una de sus acciones y deseos. Para él, recordar a Cristo no era un pensamiento piadoso, sino una forma de vida.
Al acercarse sus últimas horas, Francisco pidió que lo llevaran a la pequeña capilla de la Porciúncula, “donde conoció por primera vez con perfección el camino de la verdad”. Diecisiete años antes, fue allí donde comprendió por primera vez la llamada del Evangelio a la total dependencia de Dios. Morir en ese mismo lugar no fue un acto de nostalgia, sino de fe: un regreso al origen, a la raíz de su vocación.
Allí, regocijándose ante la proximidad de “nuestra Hermana Muerte Corporal”, Francisco pidió a los hermanos que cantaran de nuevo el Cántico de las Criaturas, añadiendo una estrofa final de alabanza “por la Hermana Muerte”. El cántico fue su último sermón. Luego pidió escuchar la Pasión del Señor del Evangelio, para ser leída en voz alta. El Evangelio, su último compañero. Finalmente, pidió ser tendido en tierra, vestido de cilicio y ceniza, y así falleció, con sus heridas radiantes, su alma visiblemente alzándose “brillante como el sol”. En él, la Palabra se había hecho realidad; su propio cuerpo se convirtió en signo vivo de la misericordia de Dios, un sacramento para ser recordado.
Lo que hizo radiante a Francisco no fue la perfección, sino la costumbre: el retorno constante y humilde a Dios mediante la oración, la Escritura y la fraternidad. Imitó a Jesús recordándolo constantemente. Para Francisco, recordar era volver a pertenecer a Dios. Y para nosotros, en una época llena de ruido y olvido, su testimonio no podría ser más oportuno. Nos recuerda que toda la creación, y cada vida humana, se encuentra en la historia de salvación de Dios. No somos olvidados; somos recordados a la existencia.
En nuestra Casa de Estudios en Silver Spring, Maryland, los frailes celebraron el Tránsito junto con los estudiantes de la Escuela Secundaria Arzobispo Curley de Baltimore. Con cantos y oraciones, recreamos aquella noche de 1226, con jóvenes vistiendo hábitos y siguiendo los pasos de Francisco. Mi compañero de noviciado, fray Vincent Mary Ouly, ofreció una reflexión que lo resumió a la perfección: “Hacemos lo que creemos y creemos lo que hacemos”.”
Ese fue el modelo de vida de Francisco, y sigue siendo el modelo de nuestra fe. Rezamos el Credo para recordar lo que creemos. Celebramos la Eucaristía para recordar el sacrificio de Cristo y hacerlo presente de nuevo. Escuchamos las Escrituras para recordar a Quién camina con nosotros y para animarnos a caminar con Él a cambio.
Recordar la muerte de Francisco, entonces, es volver una vez más a la Palabra, al Cristo vivo que aún nos llama por nuestro nombre. Al hacerlo, nos convertimos en lo que proclamamos: una Iglesia que es en sí misma un sacramento para ser recordada, un signo del amor salvador de Dios por el mundo.






